21 de marzo de 2013

Este Sábado 23 de 10 a 18 
nos encontramos en el Espacio Crear Saber 
con Belen de Las Heras.
 Apasionada, estudiosa de la comida ayurvédica, de la cocina natural. 

Alimentarse
es mucho más que comer. 
Los esperamos. 
Rivadavia 120 1er. Piso. 
San M. de los Andes

19 de marzo de 2013

INVITACIÓN

20 de Marzo
a las 19 hs
en Nueva Sede
Rivadavia120 SMAndes
Charla abierta y gratuita 
presentación de nuestra propuesta 2013
TE ESPERAMOS

17 de marzo de 2013

Un acto inocente II


por Lic. Ana María Passano


Hace unos meses estaba visitando a una amiga, mientras tomábamos un té, sonó el teléfono. La pequeña de la casa se aprontaba a responder al llamado y con franca naturalidad la mamá le advierte: “decí que no estoy”. Hasta acá nada llamativo, una escena corriente. Era claro, la mamá prefería continuar con nuestra charla en lugar de interrumpirla a la sazón del llamado telefónico.
Ahora bien, de inmediato vino a mi cabeza una conversación que un par de meses atrás había tenido con la mamá de la nena. La nena -ya no tan pequeña, diez años aproximadamente- había incurrido en una serie de mentiras, en diferentes sucesos vinculados a la escuela, a lo doméstico, etc. Sus padres estaban sumamente preocupados intentando diferentes interpretaciones al respecto: celos de su hermano menor, disgustos con la nueva maestra, en fin… nada que nos sorprenda. Con muy buena intención los papás trataban de comprender los episodios. Episodios que a ellos preocupaban y ocupaban, con la intención de ayudar a la muchachita.
Avanzado el diálogo, me tomé el atrevimiento de refrescarle a mi amiga aquellos hechos, a los que vinculé por cuanta propia con la anécdota reciente del llamado telefónico. Con sorpresa, tal vez con cierta incomodidad, ella también enlazó los relatos. Ahora bien, para ella, lógicamente, esto no tenía el rango de una mentira, era en todo caso “un modo de salir del paso”, una solución fácil. Por eso raramente estos papás podrían haberse atribuido alguna competencia en lo ocurrido con la hija.
Si observamos lo actuado con una mirada de niño, advertiremos que esa diferencia sutil, que a veces establecemos los adultos, no está al alcance de los más chicos. Por lo tanto no se trata estrictamente de “imitación” sino de la facultad que tiene un niño de interrogarnos por nuestras prácticas. Si manifiestamente estuviera en condiciones de decir “pero…no es verdad porque sí estás en casa…” no pondría en acción -sin saberlo- mecanismos que parecen una simple imitación. En ocasiones nos sorprenden con ciertas opiniones y ocurrencias que hasta tomamos con ternura o con humor, pero muy pocas veces con la trascendencia de una pregunta por nuestros actos.
Pensemos otro contexto, también frecuente:  "No le digas a papá..." o "No le cuentes a mamá...". Estos dichos en boca de nosotros los grandes tiene otras implicancias adicionales para los niños: encontrarse en situación de esconder, sin siquiera poder atribuírsele sentido; ser compinche en ello ante quien no es posible negarse por tratarse de alguien tan significativo. De esta manera se crea, por añadidura, una gran incongruencia, ya que el otro progenitor goza de los mismos atributos para el pequeño: ser la persona más importante y más querida. Al mismo tiempo, sea quien sea, tanto madre como padre, si yo niño puedo hacerle creer lo que "no es" estoy en una relación donde la asimetría se invierte. ¿Qué simboliza esto?: puedo poseer más poder sobre un adulto aún siendo niño. Circunstancias que confunden y que trazan un orden extraño, en tanto ajeno a la infancia.
Entendamos que ellos, los niños, están tratando de entender la realidad, de apropiarse de ella, pero con herramientas desiguales a las nuestras. Por todo esto, frente a las dificultades que nos presentan nuestros hijos, revisar nuestros hábitos puede orientarnos sencillamente para acompañarlos en la tarea de “hacerse grandes".

Un acto inocente


por Lic. Ana María Passano

Existe en los últimos años una práctica, que en sus inicios estaba únicamente circunscripta al mundo de los adultos -más específicamente a ciertos eventos, como por ejemplo un casamiento- que los adultos  hemos hecho extensiva a los niños. Cada vez es más frecuente que para los cumpleaños infantiles el cumpleañero acuda a un determinado negocio en donde elige un objeto (o varios) y los invitados (otros niños) acompañados, en el mejor de los casos, por un mayor, entregan una cierta cantidad de dinero a modo de “colecta”. De ese modo se reúne el dinero para que el agasajado obtenga el objeto anhelado, que luego del evento retira del negocio en cuestión. Debemos advertir que este hábito no fue idea de ningún niño. 

En nuestro carácter de padres y/o educadores propongo analizar esta usanza. Nos preguntaremos ¿qué es un regalo? ¿qué es regalar? ¿qué recibimos? ¿qué damos?  Un regalo no es un objeto, ya que un objeto en sí mismo no posee casi significación. Un regalo transforma la naturaleza de un objeto: lo hace importante, lo hace atractivo, lo hace valioso. Un regalo es un don, es algo que se otorga y tiene, además, el carácter de sorpresa: genera asombro, fascinación y a veces, también, desengaño.
Si un niño elige previamente “su” regalo, entonces ya no hay regalo. Estamos, simplemente, ante un objeto que se adquiere de un modo conveniente. Claro, hasta acá podríamos decir: “Pero si al niño le gustaba, le atraía poseerlo, lo eligió… ¿Cuál es el problema?”. Efectivamente, todo eso es cierto, pero ¿qué se transmite a un niño con este modo tan particular de regalar? Llegados a este punto es necesario considerar también a ese que regala.
En la niñez el cumpleaños es un evento de importancia, tenemos una coyuntura propicia para transmitir, enseñar, dar a conocer. Regalar es una acción de dar algo singular, significa pensar,  escoger, considerar al otro. El que recibe espera con curiosidad y con alegría ese momento de quitar el envoltorio de aquello que se le ofrece. El que da tiene expectativas, busca agradar con aquello que entrega. El cariño, la  amistad y la emoción que se pone en juego en este acto simbólico es muy importante para la vida.
Un regalo evoca un rostro, una persona, una situación, un afecto. Sin embargo, estos nuevos modos de regalar están vaciados de sentido. Entonces ¿qué le estamos transmitiendo a nuestros niños? Me refiero específicamente a la desnaturalización del acto de regalar. ¿Quién no recuerda en su edad adulta ese tiempo de infancia, ese tiempo de cumpleaños en que llegaban los amiguitos con los regalos? Incluso algún gesto de pena de alguno que llegaba con  “las manos vacías”.
Hay un ingrediente más, una idea subyacente a la experiencia en cuestión: hacer más “eficiente” el evento del cumpleaños. Esta idea también es promovida por nosotros, los adultos. Suponer que tantos pequeños regalos como niños se han invitado es algo así como “acumular objetos inútiles”. Esto jamás lo pensaría un niño. Porque hay una variable que afortunadamente en la niñez no consideramos: la relación costo- beneficio.
Sin advertirlo, esta moda - apta y absolutamente válida en el mundo de los adultos- cuando es aplicada en la infancia nos impide enseñar algo más del afecto, de la amistad, del sentido de regalar. Además, y quizás lo más nocivo, le arrebata al niño la posibilidad de ser niño, proponiéndole algo que aún no está siquiera en su horizonte.

El valor simbólico de la vestimenta

por Lic. Ana María Passano 
(Extracto de la charla dada en Crear Saber en Junio 2012)

La idea de estas charlas es tomar aquellas cuestiones más corrientes de la vida cotidiana, aquellas que incluso  realizamos espontáneamente o que están tan naturalizadas que las suponemos obvias, y detenernos a pensar acerca de ellas.
En este caso, partimos de una afirmación: la vestimenta posee un valor simbólico. El símbolo tiene, entre otras, la función de unificar. Ahora bien, en tanto unifica produce al mismo tiempo una diferencia con lo otro, o los otros, por lo tanto polariza.
La vestimenta tiene básicamente una función de abrigo y por otro lado tiene que ver con el pudor, la vergüenza. Se trata de la protección, en ambas direcciones. La protección de la mirada del otro y la protección en torno a lo climático. Podríamos remontarnos a Adán y Eva y reconocer que ellos, al sentir vergüenza con lo que se supone fue la pérdida de la castidad, necesitaron cubrirse.
En el siglo anterior, la vestimenta es la del trabajo, para las mayorías. Las únicas diferencias visibles son las que impone la condición social: ser noble o monarca. Esa gente que detenta cierto poder usa la indumentaria como un sello, como algo que los distingue ya que esas prendas nunca llegarán al común de la gente.
Hay también unos atuendos muy básicos para los niños ya que los niños no son una categoría social muy tenida en cuenta. La  vestimenta que usa la gente de trabajo, tanto en el ámbito doméstico como fuera de él, no se diferencia demasiado, más que por la limpieza.
A partir del cambio que se produce en relación al tiempo libre, la vestimenta para las mayorías comienza a distinguirse: la ropa de trabajo y la ropa para el  descanso. No es todavía la ropa para salir o lo que algunos de nosotros puede llegar a recordar como el hábito de vestirse para el domingo.
Los comienzos del siglo XX van a introducir la preocupación por el aseo personal. De la mano de esta nueva idea de la limpieza, el cuerpo comienza a cubrirse menos, las telas son más livianas, todo se hace más visible: el cuerpo empieza a tener un protagonismo que antes no tenía.
Ahora bien, es el período entre las dos grandes guerras, la 1era y la 2da, cuando comienza esta gran transformación: el cuerpo es protagonista. Entonces es ahí donde situamos la preocupación por la alimentación saludable y la actividad física. Las mujeres comienzan a preocuparse por tener curvas atractivas. Las revistas de modas se popularizan.
Hasta aquí ¿cuál es el valor simbólico de la vestimenta? Un valor en torno a las diferencias de género y un valor asociado a la diferencia generacional como pasaje entre la infancia y la edad adulta. Alguno de Uds. recordará fotografías de los inmigrantes donde las mujeres jóvenes tenían casi el mismo aspecto que las mujeres de edad.
Ahora bien, es también entre guerras que se intensifican las actividades culturales, los movimientos artísticos e intelectuales quienes, como grupo, comienzan a pretender diferenciarse del común de la gente. El color comienza a presentar más variaciones, los accesorios toman protagonismo, las faldas se acortan visiblemente. El cuerpo empieza a tener valor como aquello que “nos identifica”, el cuerpo en tanto tal, hasta ese momento, no nos hacía singulares. Anteriormente, la identidad  se constituía por tener un determinado apellido, o pertenecer a tal o cual familia, por el oficio o por la profesión. Que el cuerpo sea aquello que otorga identidad profundiza una serie de cambios que se hacen más visibles al final de la 2da. guerra mundial. ¿Por qué al finalizar la guerra? En primer lugar, una guerra crea una suspensión de la existencia misma. En segundo lugar, el dolor y la devastación que genera la guerra hace ineludible la necesidad de volver a vincularse con la vida, generando un florecer, un resurgir. Se ponen en tela de juicio ciertas creencias que hasta ese momento eran incuestionables. El matrimonio deja de ser meramente un contrato, el hombre y la mujer se eligen por amor y el amor es un signo de libertad. Los mandatos familiares quedan desdibujados.  “Los cuerpos se eligen”.
Acá surge la vestimenta de la ropa deportiva, el jogging, ya que la actividad deportiva es signo de expansión, diversión y salud. La ropa unisex es “estrella”. La indumentaria no es un signo de diferencia de género, muy por el contrario, es lo que va a comenzar a revelar un aspecto del lazo entre los hombres y las mujeres: la igualdad de los derechos, el advenimiento de la mujer al territorio masculino. Aquí el pantalón es una prenda para la mujer por primera vez en la historia.
Un dato curioso: en Francia en 1965 se fabrican más pantalones que polleras para nosotras. Los hombres empiezan usar pañuelos en el cuello, las mujeres usamos cinturones y los hombres comienzan a usar los colores que hasta ese momento solo usaban las mujeres. Las mujeres juegan a usar accesorios masculinos: corbata, cinturón.
Es maravilloso advertir como un hecho tan simple como vestirse nos orienta respecto de otros procesos y prácticas sociales complejas. Es más, podemos afirmar que es en ese acto que tienen su correlato estos procesos. Las mujeres comenzamos a trabajar fuera de casa, los hombres realizan tareas domésticas. Es claro como este cambio en los roles sociales encuentra su manifestación en la vestimenta.
Llegamos a los ´70 y con el surgimiento del hippismo llegamos a la moda como una industria, separada de la vestimenta, asociado a lo que se va a definir como la antimoda. Por lo tanto la vestimenta no es simbólicamente lo que va a marcar la diferencia generacional o la diferencia  de género, sino que va a ser una industria con una función social y pública. Aparece la ropa de calle, la ropa de noche, la lencería, la ropa deportiva, etc. Los hombres también tienen ropa sport. Y en esto que definíamos como la antimoda está aquello que polariza, porque escandaliza, entre otras cosas.
Llegamos a los ´80 y los ´90, y lo que empieza  a surgir es la evidencia del contraste. Contraste de texturas, de colores, de diseños. Romper con lo clásico, lo ordenado. El contraste en tanto y en cuanto manifestación de las diferencias. Ya no se debe ocultar, puede mostrarse libremente. El contraste también produce abundancia de estilos, la valoración por lo diverso.
 Entonces ¿cómo se expresa ese contraste socialmente? En lo sexual, en la constitución familiar. Ya la familia nuclear monógama no es la única forma de familia: aparecen las familias monoparentales. En lo sexual el matrimonio igualitario, lo transexual y el luto deja de ser una práctica extendida. La gente se divorcia antes de enviudar.
Otro fenómeno que se pronuncia en la posmodernidad es el aplanamiento de las diferencias generacionales. Todos debemos permanecer eternamente jóvenes. Ser mayor no es un indicador de sabiduría, no hay una valoración por la vejez. Porque lo importante es  aumentar la expectativa de vida. Esto produjo un desplazamiento de los modelos estándares de ancianidad.
 La proliferación de las cirugías estéticas son la mayúscula manifestación del cuerpo como protagonista. Estmamos en el reinado de la imagen. Esto obviamente tiene también efecto en las prácticas de la salud.
Entonces la vestimenta como símbolo que da cuenta de las variaciones generacionales desaparece. Los colores que habitualmente usaban los adultos una o dos décadas atrás, en los ´90 son usadas por los niños, incluso los más pequeñitos.
 Las prendas aparecen unificadas entre los diferentes grupos: niños, jóvenes y adultos se visten con prendas semejantes. Insisto en esta idea: la vestimenta tiene su correlato con las prácticas sociales. Los niños “adultizados” y los adultos “siempre jóvenes”. Ese aplastamiento de la asimetría tiene efectos en los ritos de pasaje, que también están profundamente desdibujados. La adolescencia se extiende indefinidamente.
La indiferenciación es claramente un signo de este tiempo. Es además un efecto de la globalización. Como fruto de la expansión de los medios de comunicación, las publicidades, los objetos de consumo, los estilos son semejantes, más allá de las fronteras. Es factible reconocer la unificación de la vestimenta por sobre todo en los espacios urbanos. En las zonas rurales, en cambio, es frecuente que se conserven las diferencias regionales y generacionales. Aquello que hemos dado en llamar “ropa típica” se usa en un contexto en que las personas tienen una  valoración y un cuidado de sus tradiciones muy diferente a lo que sucede en las ciudades. Una vez más la vestimenta nos orienta en relación a lo que sucede socialmente.
Estamos  ya en los 2000 y lo que hemos descripto para los 90 sigue teniendo vigencia. Ahora bien, hay un fenómeno en los jóvenes que va tomando impulso a medida que avanza la década y es el advenimiento de las tribus urbanas. Tienen un modo particular de vestirse y esa indumentaria también dará cuenta de una comunidad ideológica. Incluso la denominación TRIBU es una formación semejante a una familia extensa. Podemos reconocer los skinheads,  Darks, Punk, etc. Y recuerden lo que decíamos de los cambios de la familia nuclear, del aplanamiento de la asimetría generacional, el efecto es: crear mi propio grupo de pertenencia, una suerte de “familia sustituta”.
Hay otro fenómeno que no podemos pasar por alto. De la mano de la calificación de la imagen del cuerpo como protagonista, la delgadez se erige en un ideal de belleza. Por esto los talles también se borronean y cada vez hay menos talles disponibles en el mercado. Aparecen las prendas de talle único.
Llegados a este punto podemos comenzar a revisar algunas rutinas que nos confrontan con la pregunta ¿cómo queremos vestirnos? Tendremos que tener en cuenta, ahora, que dicha acción no está vacía de contenido y que no es un acto que, por su carácter de cotidiano y repetido, pierda su propia significación.
Hay todo otro recorrido posible a examinar en relación a la vestimenta. Ese espacio donde lo social se entrelaza con lo subjetivo, con lo  singular, ahí donde la vestimenta habla de un estado anímico, de una relación a la sexualidad, donde nos orienta sobre algunos rasgos del carácter. Incluso  algunos síntomas psíquicos. Entonces se abre un campo muy vasto e interesante  que es ¿cuál  es la correlación con la mirada? En fin, por ahora solo podemos dejar planteada la inquietud.