(Extracto de la charla dada en Crear Saber en Junio 2012)
La idea de estas charlas es tomar aquellas cuestiones más corrientes de la vida cotidiana, aquellas que incluso realizamos espontáneamente o que están tan naturalizadas que las suponemos obvias, y detenernos a pensar acerca de ellas.
En este caso, partimos de una afirmación: la vestimenta posee un valor simbólico. El símbolo tiene, entre otras, la función de unificar. Ahora bien, en tanto unifica produce al mismo tiempo una diferencia con lo otro, o los otros, por lo tanto polariza.

En el siglo anterior, la vestimenta es la del trabajo, para las mayorías. Las únicas diferencias visibles son las que impone la condición social: ser noble o monarca. Esa gente que detenta cierto poder usa la indumentaria como un sello, como algo que los distingue ya que esas prendas nunca llegarán al común de la gente.
Hay también unos atuendos muy básicos para los niños ya que los niños no son una categoría social muy tenida en cuenta. La vestimenta que usa la gente de trabajo, tanto en el ámbito doméstico como fuera de él, no se diferencia demasiado, más que por la limpieza.
A partir del cambio que se produce en relación al tiempo libre, la vestimenta para las mayorías comienza a distinguirse: la ropa de trabajo y la ropa para el descanso. No es todavía la ropa para salir o lo que algunos de nosotros puede llegar a recordar como el hábito de vestirse para el domingo.
Los comienzos del siglo XX van a introducir la preocupación por el aseo personal. De la mano de esta nueva idea de la limpieza, el cuerpo comienza a cubrirse menos, las telas son más livianas, todo se hace más visible: el cuerpo empieza a tener un protagonismo que antes no tenía.
Ahora bien, es el período entre las dos grandes guerras, la 1era y la 2da, cuando comienza esta gran transformación: el cuerpo es protagonista. Entonces es ahí donde situamos la preocupación por la alimentación saludable y la actividad física. Las mujeres comienzan a preocuparse por tener curvas atractivas. Las revistas de modas se popularizan.
Hasta aquí ¿cuál es el valor simbólico de la vestimenta? Un valor en torno a las diferencias de género y un valor asociado a la diferencia generacional como pasaje entre la infancia y la edad adulta. Alguno de Uds. recordará fotografías de los inmigrantes donde las mujeres jóvenes tenían casi el mismo aspecto que las mujeres de edad.
Ahora bien, es también entre guerras que se intensifican las actividades culturales, los movimientos artísticos e intelectuales quienes, como grupo, comienzan a pretender diferenciarse del común de la gente. El color comienza a presentar más variaciones, los accesorios toman protagonismo, las faldas se acortan visiblemente. El cuerpo empieza a tener valor como aquello que “nos identifica”, el cuerpo en tanto tal, hasta ese momento, no nos hacía singulares. Anteriormente, la identidad se constituía por tener un determinado apellido, o pertenecer a tal o cual familia, por el oficio o por la profesión. Que el cuerpo sea aquello que otorga identidad profundiza una serie de cambios que se hacen más visibles al final de la 2da. guerra mundial. ¿Por qué al finalizar la guerra? En primer lugar, una guerra crea una suspensión de la existencia misma. En segundo lugar, el dolor y la devastación que genera la guerra hace ineludible la necesidad de volver a vincularse con la vida, generando un florecer, un resurgir. Se ponen en tela de juicio ciertas creencias que hasta ese momento eran incuestionables. El matrimonio deja de ser meramente un contrato, el hombre y la mujer se eligen por amor y el amor es un signo de libertad. Los mandatos familiares quedan desdibujados. “Los cuerpos se eligen”.
Acá surge la vestimenta de la ropa deportiva, el jogging, ya que la actividad deportiva es signo de expansión, diversión y salud. La ropa unisex es “estrella”. La indumentaria no es un signo de diferencia de género, muy por el contrario, es lo que va a comenzar a revelar un aspecto del lazo entre los hombres y las mujeres: la igualdad de los derechos, el advenimiento de la mujer al territorio masculino. Aquí el pantalón es una prenda para la mujer por primera vez en la historia.
Un dato curioso: en Francia en 1965 se fabrican más pantalones que polleras para nosotras. Los hombres empiezan usar pañuelos en el cuello, las mujeres usamos cinturones y los hombres comienzan a usar los colores que hasta ese momento solo usaban las mujeres. Las mujeres juegan a usar accesorios masculinos: corbata, cinturón.
Es maravilloso advertir como un hecho tan simple como vestirse nos orienta respecto de otros procesos y prácticas sociales complejas. Es más, podemos afirmar que es en ese acto que tienen su correlato estos procesos. Las mujeres comenzamos a trabajar fuera de casa, los hombres realizan tareas domésticas. Es claro como este cambio en los roles sociales encuentra su manifestación en la vestimenta.
Llegamos a los ´70 y con el surgimiento del hippismo llegamos a la moda como una industria, separada de la vestimenta, asociado a lo que se va a definir como la antimoda. Por lo tanto la vestimenta no es simbólicamente lo que va a marcar la diferencia generacional o la diferencia de género, sino que va a ser una industria con una función social y pública. Aparece la ropa de calle, la ropa de noche, la lencería, la ropa deportiva, etc. Los hombres también tienen ropa sport. Y en esto que definíamos como la antimoda está aquello que polariza, porque escandaliza, entre otras cosas.
Llegamos a los ´80 y los ´90, y lo que empieza a surgir es la evidencia del contraste. Contraste de texturas, de colores, de diseños. Romper con lo clásico, lo ordenado. El contraste en tanto y en cuanto manifestación de las diferencias. Ya no se debe ocultar, puede mostrarse libremente. El contraste también produce abundancia de estilos, la valoración por lo diverso.
Entonces ¿cómo se expresa ese contraste socialmente? En lo sexual, en la constitución familiar. Ya la familia nuclear monógama no es la única forma de familia: aparecen las familias monoparentales. En lo sexual el matrimonio igualitario, lo transexual y el luto deja de ser una práctica extendida. La gente se divorcia antes de enviudar.
Otro fenómeno que se pronuncia en la posmodernidad es el aplanamiento de las diferencias generacionales. Todos debemos permanecer eternamente jóvenes. Ser mayor no es un indicador de sabiduría, no hay una valoración por la vejez. Porque lo importante es aumentar la expectativa de vida. Esto produjo un desplazamiento de los modelos estándares de ancianidad.
La proliferación de las cirugías estéticas son la mayúscula manifestación del cuerpo como protagonista. Estmamos en el reinado de la imagen. Esto obviamente tiene también efecto en las prácticas de la salud.
Entonces la vestimenta como símbolo que da cuenta de las variaciones generacionales desaparece. Los colores que habitualmente usaban los adultos una o dos décadas atrás, en los ´90 son usadas por los niños, incluso los más pequeñitos.
Las prendas aparecen unificadas entre los diferentes grupos: niños, jóvenes y adultos se visten con prendas semejantes. Insisto en esta idea: la vestimenta tiene su correlato con las prácticas sociales. Los niños “adultizados” y los adultos “siempre jóvenes”. Ese aplastamiento de la asimetría tiene efectos en los ritos de pasaje, que también están profundamente desdibujados. La adolescencia se extiende indefinidamente.
La indiferenciación es claramente un signo de este tiempo. Es además un efecto de la globalización. Como fruto de la expansión de los medios de comunicación, las publicidades, los objetos de consumo, los estilos son semejantes, más allá de las fronteras. Es factible reconocer la unificación de la vestimenta por sobre todo en los espacios urbanos. En las zonas rurales, en cambio, es frecuente que se conserven las diferencias regionales y generacionales. Aquello que hemos dado en llamar “ropa típica” se usa en un contexto en que las personas tienen una valoración y un cuidado de sus tradiciones muy diferente a lo que sucede en las ciudades. Una vez más la vestimenta nos orienta en relación a lo que sucede socialmente.
Estamos ya en los 2000 y lo que hemos descripto para los 90 sigue teniendo vigencia. Ahora bien, hay un fenómeno en los jóvenes que va tomando impulso a medida que avanza la década y es el advenimiento de las tribus urbanas. Tienen un modo particular de vestirse y esa indumentaria también dará cuenta de una comunidad ideológica. Incluso la denominación TRIBU es una formación semejante a una familia extensa. Podemos reconocer los skinheads, Darks, Punk, etc. Y recuerden lo que decíamos de los cambios de la familia nuclear, del aplanamiento de la asimetría generacional, el efecto es: crear mi propio grupo de pertenencia, una suerte de “familia sustituta”.
Hay otro fenómeno que no podemos pasar por alto. De la mano de la calificación de la imagen del cuerpo como protagonista, la delgadez se erige en un ideal de belleza. Por esto los talles también se borronean y cada vez hay menos talles disponibles en el mercado. Aparecen las prendas de talle único.
Llegados a este punto podemos comenzar a revisar algunas rutinas que nos confrontan con la pregunta ¿cómo queremos vestirnos? Tendremos que tener en cuenta, ahora, que dicha acción no está vacía de contenido y que no es un acto que, por su carácter de cotidiano y repetido, pierda su propia significación.
Hay todo otro recorrido posible a examinar en relación a la vestimenta. Ese espacio donde lo social se entrelaza con lo subjetivo, con lo singular, ahí donde la vestimenta habla de un estado anímico, de una relación a la sexualidad, donde nos orienta sobre algunos rasgos del carácter. Incluso algunos síntomas psíquicos. Entonces se abre un campo muy vasto e interesante que es ¿cuál es la correlación con la mirada? En fin, por ahora solo podemos dejar planteada la inquietud.
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